“Todo en orden”. Esa es la última frase de “La Isla Mínima”, la película de Alberto Rodríguez que triunfa en taquilla estos días en toda España. ¿Que no ha visto aun la película? ¿a qué espera? Muchos lectores ya la han disfrutado y pregunte a quien pregunte le dirá que merece la pena. No es un peliculón, ni falta que le hace. Es una gran película por varias razones. Por la excelente fotografía, por la puntual recreación de la marisma que retrató Atín Aya, por la actuación de Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez, por... Pero yo no les quiero hablar de la película, sino
de la geometría de la película, de la geometría de la protagonista principal de la película que no es otra que la marisma.
Observando a vista de pájaro el lienzo de la superficie terrestre, uno puede percatarse de que los infinitos cuadros que encierra el paisaje han sido pintados por la naturaleza y el ser humano con técnicas radicalmente distintas. La diferencia está en la geometría, en el orden. Por un lado, la geometría euclidiana, fría, trazada con tiralíneas por la razón humana, a golpe de máquina, ya sea por un simple arado o por una potente excavadora. Por otro, la cálida y obstinada geometría de la curva y de la bifurcación dibujada sensualmente por la naturaleza, el orden de la llamada simetría fractal. Hay raros lugares en el mundo donde esa simetría esté mejor dibujada que en la marisma, porque pocos lugares están tan inhabitados, tan poco hollados por el hombre y pocos están tan continua y fugazmente modelados por el agua, la tierra y el viento. Por eso me llamó poderosamente la atención que La Isla Mínima comience con unas impactantes fotografías aéreas de la marisma. Son elegantes animaciones de fotografías aéreas fijas de Héctor Garrido, fotógrafo del CSIC, que se mostraron en la exposición “Armonía fractal de Doñana y las marismas” y en el libro del mismo título que editó Lundwerg en 2009. No hay otra forma de ver la belleza de ese orden fractal que desde una toma cenital. No hay otra forma de ver su complejidad, la ausencia de lo inmediatamente explicable, que mirándola desde el cielo.
Pero desde abajo la marisma es invisible, es misterio. El perfecto escenario para un thriller moderno como La Isla Mínima que no busca ofrecer una explicación puntual, racionalista, cristalina, a la historia que cuenta. Hace cien años, Agatha Christie y Conan Doyle tenían que hacerlo porque en su época era imposible imaginar otro orden que el cristalino, que lo euclídeo. Tan solo aspiraban tal vez a considerar un problema poliédrico. Teníamos entonces el convencimiento de que ese mundo exterior caótico, confuso, anárquico, podía ser explicado por deducción racional: usted no se preocupe que todo está bajo control. Hoy sabemos que el orden natural es el que ejemplifica esa marisma y empezamos a entenderlo y a querer entenderlo. A saber que los recorridos son personales, que las explicaciones no son evidentes, que la vida es una búsqueda. Que no es fácil encontrar al culpable, a ese hombre/poder del sombrero que siempre estará oculto en un mundo de ley y orden euclidiano donde sólo dos policías buscan, pero que será posible encontrarlo en ese orden fractal si todos y cada unos buscamos.
¿Todo en orden? Depende. Depende del orden del que hablemos. Frente al sencillo patrón cuadriculado de unos olivares, de una viñas o de unos campos de arroz, con su estética militar que no invita a pensar sino a aceptar su existencia, la marisma tiene un orden complejo, natural, cambiante, casi inaccesible. Un orden sensual y agradable. Frente al orden cristalino de la recta y la cuadricula, un orden impuesto, que nos recuerda día a día la arquitectura urbana, la marisma tiene un orden autoorganizado. La marisma es libertad. Ha sido una batalla considerada durante siglos estrictamente estética, pero el conocimiento cada día más profundo del orden que se oculta en la complejidad de las formas naturales y de las relaciones humanas, hace que esta batalla pueda trasladarse poco a poco al dominio de la ética y de la política.
¿Todo en orden? Le pregunta casi afirmando, mirándole a los ojos ese policía del viejo régimen a su joven colega que busca otro futuro. Esa mirada debió ser la misma con la que se miraron Fraga y Carrillo, Suarez y González cuando pactaron una transición en Toledo. ¿Todo en orden? Depende.
Observando a vista de pájaro el lienzo de la superficie terrestre, uno puede percatarse de que los infinitos cuadros que encierra el paisaje han sido pintados por la naturaleza y el ser humano con técnicas radicalmente distintas. La diferencia está en la geometría, en el orden. Por un lado, la geometría euclidiana, fría, trazada con tiralíneas por la razón humana, a golpe de máquina, ya sea por un simple arado o por una potente excavadora. Por otro, la cálida y obstinada geometría de la curva y de la bifurcación dibujada sensualmente por la naturaleza, el orden de la llamada simetría fractal. Hay raros lugares en el mundo donde esa simetría esté mejor dibujada que en la marisma, porque pocos lugares están tan inhabitados, tan poco hollados por el hombre y pocos están tan continua y fugazmente modelados por el agua, la tierra y el viento. Por eso me llamó poderosamente la atención que La Isla Mínima comience con unas impactantes fotografías aéreas de la marisma. Son elegantes animaciones de fotografías aéreas fijas de Héctor Garrido, fotógrafo del CSIC, que se mostraron en la exposición “Armonía fractal de Doñana y las marismas” y en el libro del mismo título que editó Lundwerg en 2009. No hay otra forma de ver la belleza de ese orden fractal que desde una toma cenital. No hay otra forma de ver su complejidad, la ausencia de lo inmediatamente explicable, que mirándola desde el cielo.
Pero desde abajo la marisma es invisible, es misterio. El perfecto escenario para un thriller moderno como La Isla Mínima que no busca ofrecer una explicación puntual, racionalista, cristalina, a la historia que cuenta. Hace cien años, Agatha Christie y Conan Doyle tenían que hacerlo porque en su época era imposible imaginar otro orden que el cristalino, que lo euclídeo. Tan solo aspiraban tal vez a considerar un problema poliédrico. Teníamos entonces el convencimiento de que ese mundo exterior caótico, confuso, anárquico, podía ser explicado por deducción racional: usted no se preocupe que todo está bajo control. Hoy sabemos que el orden natural es el que ejemplifica esa marisma y empezamos a entenderlo y a querer entenderlo. A saber que los recorridos son personales, que las explicaciones no son evidentes, que la vida es una búsqueda. Que no es fácil encontrar al culpable, a ese hombre/poder del sombrero que siempre estará oculto en un mundo de ley y orden euclidiano donde sólo dos policías buscan, pero que será posible encontrarlo en ese orden fractal si todos y cada unos buscamos.
¿Todo en orden? Depende. Depende del orden del que hablemos. Frente al sencillo patrón cuadriculado de unos olivares, de una viñas o de unos campos de arroz, con su estética militar que no invita a pensar sino a aceptar su existencia, la marisma tiene un orden complejo, natural, cambiante, casi inaccesible. Un orden sensual y agradable. Frente al orden cristalino de la recta y la cuadricula, un orden impuesto, que nos recuerda día a día la arquitectura urbana, la marisma tiene un orden autoorganizado. La marisma es libertad. Ha sido una batalla considerada durante siglos estrictamente estética, pero el conocimiento cada día más profundo del orden que se oculta en la complejidad de las formas naturales y de las relaciones humanas, hace que esta batalla pueda trasladarse poco a poco al dominio de la ética y de la política.
¿Todo en orden? Le pregunta casi afirmando, mirándole a los ojos ese policía del viejo régimen a su joven colega que busca otro futuro. Esa mirada debió ser la misma con la que se miraron Fraga y Carrillo, Suarez y González cuando pactaron una transición en Toledo. ¿Todo en orden? Depende.