A Ramón Gago
Cuentan que en una pequeña localidad de la remota tundra finlandesa, un niño le dijo a su madre un buen día: mamá, quiero ser torero. La madre, ya se habrán imaginado, se quedó boquiabierta y en un primer momento solo atisbó a decirse: este niño es muy raro. Los padres del chaval, con cierta educación racionalista, estaban convencidos de que no existe ninguna barrera racial que impida a un niño llegar a ser lo que quiere, que no hay razas mejor preparadas genéticamente que otras para lograr sus objetivos, por lo que comenzaron a estudiar sus posibilidades.
Cuentan que en una pequeña localidad de la remota tundra finlandesa, un niño le dijo a su madre un buen día: mamá, quiero ser torero. La madre, ya se habrán imaginado, se quedó boquiabierta y en un primer momento solo atisbó a decirse: este niño es muy raro. Los padres del chaval, con cierta educación racionalista, estaban convencidos de que no existe ninguna barrera racial que impida a un niño llegar a ser lo que quiere, que no hay razas mejor preparadas genéticamente que otras para lograr sus objetivos, por lo que comenzaron a estudiar sus posibilidades.
Leyeron libros y libros, consultaron amigos que habían viajado a España, que a su vez les presentaron gentes del sur con más conocimiento de ese exótico espectáculo. Compraron cintas de vídeo y se impregnaron de todo lo relativo al arte del toreo. A medida que iban conociendo más sobre esa costumbre de los pueblos hispanos, comenzaron a entrever las dificultades a las que se enfrentaría su hijo. En las reuniones familiares, a hurtadillas del aprendiz de matador, se decían: ¿Pero quién le ayudará a vestirse? ¿Quién le enseñará a quedarse quieto? ¿Qué figuras le servirán de espejo? ¿En que tertulias aprenderá las claves de la historia torera? ¿Quien le buscará las primeras tientas? ¿Quién apoderará sus triunfos y fracasos?. La hermanita pequeña, mucho más práctica, apuntilló ¿Y de donde va a sacar el toro? Dicen que ese torero vocacional es actualmente técnico especialista de una empresa de telefonía móvil finlandesa.
Cuentan también que en un pueblecito de la baja Andalucía, una niña le dijo a su madre un buen día: mamá, quiero ser científica. La madre solo acertó a cavilar ¡Ojú que rara es la niña! Y corrió a comunicarle el problema al padre: que la niña dice que quiere ser científica. Los padres comenzaron a averiguar lo que había que hacer para dedicarse a la ciencia. Hablaron con los profesores del Instituto y con amigos más ilustrados en la materia. Y supieron que su hija tendría que hacer un esfuerzo extraordinario durante los mejores años de su vida. Desde luego, para optar a una beca y realizar la tesis doctoral era casi imprescindible que en la Universidad obtuviera sobresaliente o matrícula en casi todas las asignaturas. Si lo lograba, la tesis duraría unos cuatro años trabajando en un tema complicado durante diez o doce horas al día, fines de semana incluidos, cobrando 110.000 pesetas al mes sin derecho a paro. Después, probablemente, compartiría con otros jóvenes como ella, los cerebros más preparados del país, la gran duda entre apagar todos sus sueños intentando conseguir un plaza de funcionario en un departamento universitario o abrirse al mundo a la búsqueda de ambientes donde la ciencia se vive con emoción. Ciertamente, a medida que encontraban más información se hicieron en su casa preguntas más importantes que acentuó su preocupación ¿Quién le enseñará a identificar los problemas de fondo entre las banalidades? ¿Con quién compartirá sus pensamientos sobre la naturaleza de lo que existe? ¿Cómo descubrirá la importancia del rigor y de la duda? ¿En qué bibliotecas rastreará los resultados conocidos? ¿A qué seminarios acudirá para sentir por primera vez ese pellizco del placer de descubrir? ¿Quién mostrará interés en sus resultados? ¿Quién, en definitiva, le enseñará la magia que hay detrás de toda investigación científica? El hermano mayor, biólogo frustrado y mecánico de automóviles, preguntó por fin ¿pero donde piensa la niña que están los laboratorios de verdad?.
Dicen que esa niña de vocación insobornable está ahora contratada en un Instituto de Investigación de un país que invierte el doble que España en apoyar la ciencia y el desarrollo tecnológico. Cuentan también que se enamoró de un finlandés que quiso ser torero.
Cuentan también que en un pueblecito de la baja Andalucía, una niña le dijo a su madre un buen día: mamá, quiero ser científica. La madre solo acertó a cavilar ¡Ojú que rara es la niña! Y corrió a comunicarle el problema al padre: que la niña dice que quiere ser científica. Los padres comenzaron a averiguar lo que había que hacer para dedicarse a la ciencia. Hablaron con los profesores del Instituto y con amigos más ilustrados en la materia. Y supieron que su hija tendría que hacer un esfuerzo extraordinario durante los mejores años de su vida. Desde luego, para optar a una beca y realizar la tesis doctoral era casi imprescindible que en la Universidad obtuviera sobresaliente o matrícula en casi todas las asignaturas. Si lo lograba, la tesis duraría unos cuatro años trabajando en un tema complicado durante diez o doce horas al día, fines de semana incluidos, cobrando 110.000 pesetas al mes sin derecho a paro. Después, probablemente, compartiría con otros jóvenes como ella, los cerebros más preparados del país, la gran duda entre apagar todos sus sueños intentando conseguir un plaza de funcionario en un departamento universitario o abrirse al mundo a la búsqueda de ambientes donde la ciencia se vive con emoción. Ciertamente, a medida que encontraban más información se hicieron en su casa preguntas más importantes que acentuó su preocupación ¿Quién le enseñará a identificar los problemas de fondo entre las banalidades? ¿Con quién compartirá sus pensamientos sobre la naturaleza de lo que existe? ¿Cómo descubrirá la importancia del rigor y de la duda? ¿En qué bibliotecas rastreará los resultados conocidos? ¿A qué seminarios acudirá para sentir por primera vez ese pellizco del placer de descubrir? ¿Quién mostrará interés en sus resultados? ¿Quién, en definitiva, le enseñará la magia que hay detrás de toda investigación científica? El hermano mayor, biólogo frustrado y mecánico de automóviles, preguntó por fin ¿pero donde piensa la niña que están los laboratorios de verdad?.
Dicen que esa niña de vocación insobornable está ahora contratada en un Instituto de Investigación de un país que invierte el doble que España en apoyar la ciencia y el desarrollo tecnológico. Cuentan también que se enamoró de un finlandés que quiso ser torero.